Monday, August 14, 2006

DOS ENOJOS

San Antonio Oeste, ciudad tranquila y por demás serena en los años 90, sólo el guiño de los “importados” de “Méndez” y el vértigo de tener al alcance de la mano los primeros celulares y equipamiento de buceo “barato”.

En el año 93, el puerto de San Antonio Este, a 60 km. de San Antonio, entusiasmaba con la instalación de un pontón flotante para la actividad pesquera.

Llegó la empresa “Perfomar” para las obras de montaje e hincado de pilotes. Inició los trabajos en el área de la confluencia viaducto-muelle. De allí partió un puente comunicador con los dos pontones, nivelados por 6 pilotes perfectamente parados y enormes, guías del subir y bajar de las estructuras con las mareas de 7 a 9 metros.

Enojo 1

Yo ya estaba colaborando con la empresa con los traslados de fondeos, y también con buceos en los interiores de los pilotes. Me acompañaba mi amigo Sandro Acosta.
Del primer buceo al interior de un pilote recuerdo una circunstancia muy graciosa y emocionante de mi compañero, que además no sería la última.

-¡La Cuchara Casagrande se trabó! gritó uno de los muchachos que trabajaban en el hincado de los pilotes del pontón. ( Esta herramienta trabaja sacando material del pilote, para poder seguir enterrándolo sobre el fondo a través del martillo de impacto que cuelga de una grúa). El cable de acero que sostenía la cuchara se había cortado, yo debía bajar con una pequeña “guindola o canasto” operada desde la grúa por mi amigo el “Ganso” Gaioli hasta unos 38 metros en el pequeño espacio tubular y en absoluta oscuridad.


Cuando le comento a Sandro la tarea que debía hacer me dijo: ¡Dejate de joder! ¡ Que venga otro a hacer ese laburo! ¡ Te vas a matar!
- Pero tengo que hacerlo. Para eso soy buzo profesional… le dije, pero me di cuenta que su cara no prestaba conformidad a mi decisión.


Muy calladamente se dispuso a darme apoyo técnico, ese que hacemos casi automáticamente: el ajuste del equipamiento, el tubo abierto, el cabo de vida, qué señales convenimos, todo.
El descenso suave, la guindola golpeaba como graves campanas desafinadas con un eco lejano mientras bajaba. Debajo se veía un agua oscura perfectamente redonda. Allí llegué al tiempo que les hacía señas con mi cabo de vida. Descendí de la guindola, luego tomé el botellón con la dificultad de la estrechez del lugar.
Miré hacía arriba, las cabezas de mis amigos parecían espectadores de una pequeñísima tribuna, casi tapaban la poca luz que llegaba hasta mí.

Ahora empezaba el otro descenso, el mío. Buceando en vertical, cabeza bien arriba con los sentidos en los pies, la estructura no tenía porqué estar en el fondo, bien podría estar a medio camino y esto es sumamente peligroso por una nueva caída con la posibilidad de arrastrarme.


Descendía haciendo presión por las paredes circulares del pilote, con mis brazos y mis pies. En mi antebrazo derecho traía mi cabo de vida, tensado, listo para una buena comunicación con mi preocupado amigo en superficie.

Toco la cuchara con mi pie izquierdo, trato de sostenerme como araña en forma circular, apoyo media espalda y mis piernas abiertas, de alguna manera tengo mis manos libres. Hago señas para que me manden el grillete con el cable a través del cabo de vida, que se deslizará como “tirolesa” de montaña, directamente a mis manos. A través de la estructura que me encierra escucho como si tuviera un teléfono enorme sobre uno de mis oídos, el apuro y las voces a gritos, como es siempre en el fragor del trabajo. Ahora escucho el cable que empieza a rozar el borde del pilote allá arriba. Ya está bajando y yo espero.

El grillete me golpea suavemente la mano -“La vida de un buzo también depende de un buen guinchero”, diría yo- como homenaje a mis más que queridos y admirados compañeros guincheros de Salto Grande y el Puerto de San Antonio Este. Son personas que escuchan con “percepción mágica” y que imaginan los movimientos que no ven, con exactitud matemática. Conecto la lingada sobre el extremo de más arriba para ayudar con el zafado. Trepo buceando hasta la guindola que me espera, me saco el tubo, mis amigos comentan:
-Ahí está Tony. Era verano, sin embargo al subir por el improvisado ascensor siento un aire fresco que me llega acariciando cuando más me acerco a superficie.
Me bajo de la guindola. -¿Tensamos un poquito?, le dice Sandro a Gaioli. Lo hacen y confirmamos que todo está bien. La grúa acelera y hay un movimiento como de “orugas metálicas” que salen desde su máquina y el cable empieza a hacerse cada vez más recto, casi como una cuerda de guitarra. Luego se escucha una pequeña explosión que anuncia que la cuchara zafó y empezó a subir.
El trabajo terminó, por las dudas miré a mi amigo Sandro, no esperaba una sonrisa, igual lo miré. De todas maneras era mi amigo y siempre estuvo, hoy mismo, en el momento que yo lo necesite. Aunque esa vez no me habló hasta el otro día.

Enojo2


En esos días en el muelle profundo, se instalaban bitas nuevas y una nueva defensa en la cara interna del sitio 2. Esta defensa quedó por encima del muelle al montarla, sobrando casi 2 metros. Fue ahí que las autoridades del puerto, provinciales en aquella época, me invitan a dar solución al problema. Armamos una “Sorbona” para refular unos cuantos metros cúbicos de fondo, de modo que la estructura bajara y se nivelara a la altura del muelle.

Con Sandro nos veníamos navegando en su lanchita “Condor Huasi” desde San Antonio Oeste hasta el puerto de San Antonio Este. Necesitábamos un buen apoyo para el trabajo al borde de las enormes defensas de apoyo del muelle que en marea baja alcanzaba una altura de 12 metros.

El trabajo fue muy difícil, el fondo era duro como una piedra y se necesitaron muchas horas y días para construir un pozo rectangular de 2 m. de profundidad por 6 m. de largo y 2 m. de ancho. La grúa maniobró muchas veces probando si la excavación alcanzaba para nivelar las alturas de la defensa y el muelle.

La tarea era y será por siempre una experiencia inolvidable, la Sorbona trabajaba como una aspiradora poderosa, descubriendo algunas veces viejas herramientas, ganchos, cadenas, viejos testimonios del viejo fondeadero del puerto del Este.
Nos divertíamos mucho, andábamos parados en el fondo aferrados al caño lastrado que inundaba el ambiente de partículas en suspensión y miles de peces llegaban de todas direcciones y sin importarles nuestra presencia.

Nos gustaba estar en aquella zona de desafío físico y mental, hombres de abajo del agua una vez más, probándose en ese otro medio de labores submarinas. Obreros con ropa de fajina de neoprene, pero trabajadores sin dudas, con dolor de espalda y sueños de cerveza.
Quizá fue el buen ánimo que me impulsó a desafiar la altura de los 12 metros que separa la parte superior del muelle del agua en marea baja.
Sandro me esperaba sentado sobre la enorme cuchara que con la grúa subía al muelle todo el material refulado por nosotros. En realidad él esperaba que bajara como tantas veces lo hacía por la larga escalera. Pero arriba del muelle se tramaba con el “Ganso” Gaioli y los otros compañeros, un salto al vacío que me hacía dudar justo en el borde.
La adrenalina me excitaba y me horrorizaba, pero un buen buzo también debe ser atrevido y valiente. Acaso en una emergencia no lo haría? El administrador del puerto en aquellos años era Don Pedro Néstor Torrisi y estaba con su cámara lista.


Miré al horizonte y di el paso al vacío, sin desatender toda la información que tenía total y absolutamente incorporada, para estos saltos. Sentí que no llegaba nunca al agua y el estómago se me elevaba a medida que caía.
Y caí con una explosión impresionante, bajé velozmente clavándome parado varios metros hacia abajo del agua y emergí luego medio cuerpo entre un mar de espuma y olas.
Mi amigo Sandro ordenaba su manguera del narguile sentado en la cuchara como si nada hubiera ocurrido, ya me había gritado antes del salto: ¡Dejate de joder, boludo!
Una vez más mi amigo debía soportarme, armarse de infinita paciencia y tratar de aceptarme como era. Yo ya sabía que su enojo duraría más que un largo rato.


Ese día volvimos en silencio en la “Condor Huasi”. Nunca molestaron los enojos de mi amigo. Para contarle que terminaba el relato de esta historia, hoy hablé por teléfono, con él.


*Las fotografías fueron tomadas por el entonces Administrador del puerto de San Antonio Este, Sr. Nestor Pedro Torrisi