No hace mucho tiempo, me tocó compartir la responsabilidad de reflotar unos viejos buques abandonados, en el también viejo muelle del puerto de mi pueblo.
Cada uno de ellos con una historia colectiva de centenares de marineros, que nunca dejan de dar una “vueltita” por el lugar. El Don Felix, el Don Valentín, El Quequén Chico, el Mar del Plata, los ucranianos Schus y Vasiliyv Pachenco, todos inclinados, acostados, pero todavía esbeltos.
Hay una presencia en su misterio gris, hay un no al retiro de ser un barco vivo, hay un no a dejar de ser el gigante de cada niño, que salta sorprendido ante tantas preguntas, al que tenga cerca, al que desnude tanta majestuosidad al alcance de tocarlos.
Porque el viejo puerto queda sin agua, hasta que vuelva la gran marea. Allí se acercan esos niños, allí se animan a estar “mano a mano” con los que soñaron en mares y ahora, sin saber muy bien por qué… están cuidados por cangrejos marrones que se esconden a cada paso, por la popa o proa, por sus costados, bellas líneas aún, para sus ojos de asombro.
Recuperamos sus cascos, los volvimos a poner de pie y volvieron a flotar.
Navegaron a remolque no más de 300 metros, pero volvieron y podrían volver siempre, porque un barco nunca muere del todo.
Quedan en su interior restos de pasado, pedazos de historia, hay instantes de atención, nadie puede estar ausente a cada elemento de la vida cotidiana. De aquellos que tras el trajín del trabajo, rieron y hablaron de sus familias, de sus amores.
Ellos están en los restos de aquella carta, la leí y quise buscar sin éxito a aquel enamorado. Aquel poeta anónimo, joven, romántico, que veía a su amor en la Cruz del Sur y juraba que sabía que ella lo pensaba justo a las 10 de la noche.
Aquella foto impregnada de óxido y polvo de dos abuelos, que seguramente guardaba su hijo o su nieto marinero. La vieja radio “Spica” con estuche de cuero, duro pero con identidad de haber acompañado, más de un partido Boca-River, más de una pelea de Firpo o PascualitoPerez.
Parte de esos misterios están en las paredes de mi taller de buceo. Mis herramientas se sienten muy bien con el brillo de los bronces de los ojos de buey, de las farolas, de las rondanas o pastecas de madera noble.
Nunca dejo de mirarlos, nunca dejo de admirarlos, porque me surgen ráfagas en pensamientos: -“¡Qué bellos son…cuánta energía irradian!”
No debe existir otro lugar donde mi hijo Marcos, de 10 años, se sienta mejor. Imagino sus sueños, imagino su emoción.
Son tesoros del tiempo, son testimonios, son piezas de poderosas casas de metal y madera que fueron capaces de abrigar y unir al hombre y al mar para siempre…los barcos.
Marcos con sus sueños e historias detrás.
Uno de los barcos ucranianos volviendo a flotar y navegar.
Cuando los ucranianos esperaban muy juntos...